La habitación, blanca al inicio de mi infancia, se ha ido tiñendo de tonalidades de gris según comprendo que no solo no me va a querer, si no que hay veces que ni siquiera me considera su hija. Odio y desprecio que se reflejan en mi mirada tranquila y, quizás, algo triste.
La niña que fui se disolvió en lágrimas de amargura y soledad, ahora solo queda una sombra de lo que fui, un recuerdo difuso de la inocencia, una lágrima pintada con rimel en la mejilla.
Y no es debido a fuerza o fortaleza, siquiera a valor ni tampoco desesperación. Es el sentimiento de total dolor que sientes al pensar que puede ser que alguien llorase tu muerte.
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